jueves, 1 de junio de 2017

El currículum como hecho, como práctica y como construcción sociohistórica

 El currículum como hecho, como práctica y como construcción sociohistórica
Al igual que otras realidades, la que ahora nos incumbe ha sido roturada a distintos niveles y con distintas trayectorias, que no cabe homologar sin más porque a menudo responden a lógicas analíticas y designios no equiparables. No obstante, en el corazón de todos ellos, así como en las entrañas de los discursos y prácticas de los agentes relacionados directa o indirectamente con el currículum, laten algunas presuposiciones básicas, habitualmente no pronunciadas, acerca de su naturaleza y dinámica. Sacarlas a la superficie y someterlas a crítica metódica es una labor indispensable, pues de tales presuposiciones dependen no sólo el entendimiento de nuestro objeto y, por ende, los focos preferentes de las investigaciones que lo abordan, sino también las definiciones sociales del conocimiento escolar “legítimo”, el modo en que los profesores ven su papel y el de sus pupilos, la amplitud con que se erigen las didácticas específicas, el tipo de formación predicado para los docentes o, por cerrar la lista, la manera en que se encara la innovación.
A fin de proyectar alguna luz sobre tales asunciones soterradas o latentes, en otro lugar nos hemos servido de una útil clasificación de Young (1998). Este ilustre catedrático londinense las ha tipificado en dos variantes (que denomina “currículum como hecho” y “currículum como práctica”), a las cuales contrapone un acercamiento al currículum como construcción sociohistórica. Sobre este esquema nos apoyaremos a continuación.
La presuposición subyacente más arraigada y extendida con diferencia es la que se corresponde con la visión del “currículum como hecho”. Una visión que presenta implícitamente el conocimiento a impartir en las escuelas como una cosa dada y configurada de antemano, externa a los sujetos, que ha de ser transferida desde el profesor que la “posee” (tras haberla “recibido” durante su capacitación laboral) al alumnado huérfano de ella, ya sea utilizando estrategias memorísticas y exámenes o proyectos e indagaciones “activas”. El aprendizaje consistiría, entonces, en una “iniciación” de los discentes en formas de conocimiento consagradas e intrínsecamente preciadas, canalizada a través de asignaturas que remiten a unos referentes disciplinares (aun si se aboga por algún grado de integración entre varios). El maestro/a actúa de oficiante por delegación en el aula, y el estudiante de persona que no sabe, al menos hasta que el docente certifique lo contrario tras la superación de los oportunos ritos de paso. En suma, puesto que las excelencias culturales habitan en disciplinas universitarias con una estructura epistemológica objetiva, irreductible e idiosincrásica, de lo que se trata es de introducir progresivamente a los pequeños profanos en sus misterios esenciales, con independencia de que el énfasis recaiga en el plano sustantivo (lo más usual) o en el sintáctico, con independencia de que se reclame una cuidada mediación didáctica o se recele de tales “artificios”. Puesto que la misión de la escuela sería transmitir lo generado por otros en otras esferas, reproduciendo de esta guisa unas divisiones y jerarquías académicas, no sorprende que desde esta atalaya las asignaturas se hayan entendido habitualmente como un proceso iniciático disciplinar. Pero se pueden patrocinar (como así ha sucedido) aproximaciones globalizadoras sin poner en cuestión esa reificación gnoseológica que se imagina un depósito "dado" de saberes letrados, disponible para ser asignaturizado en la escuela con la única exigencia de adaptarlo a las edades y capacidades de los destinatarios.
Como el centro de atención suelen ser los currícula en tanto que productos, en lugar de su producción y reproducción a través de las intervenciones de distintos actores no reducibles a la voz de la ciencia (por destacada que esta pueda ser), aquellos se ven de un modo muy mecanicista como algo a entregar y sobre lo que evaluar, soslayando el carácter político de su parto y de su funcionamiento, los contextos sociales que lo generan y en los que se encarna, el rol de las profesiones o el papel activo de maestros y alumnos (dentro del marco institucionalmente limitado de sus cometidos) en su conformación y desarrollo. Por añadidura, la organización de los contenidos sería poco menos que necesaria. Bien porque se juzgue la destilación auto-evidente de una matriz disciplinar y/o de sus avances internos. Bien porque se abrace alguna suerte de argumento "fin-de-la historia" que oculta las acciones, procesos e intereses entreverados en su genealogía, e iguala sus posibilidades futuras con la iteración de ese espíritu trans-temporal.
Esta visión del “currículum como hecho” se halla incrustada por doquier: abunda entre los hacedores de políticas educativas, entre los gremios universitarios que constituyen la referencia de las asignaturas escolares, en los medios de comunicación y en la opinión pública. Retrata también el habitus profesional de muchos enseñantes, y conserva gran fuerza dentro de las ciencias pedagógicas, de la mano de quienes ven la solución a todos los quebrantos didácticos en la actualización científica de los temarios y la modernización de los métodos de enseñanza en sintonía con la teoría del aprendizaje en boga.
Pese a lo que pudiera parecer por lo dicho hace un instante, esta presuposición no conlleva necesariamente rehuir el análisis socio-histórico del conocimiento. Lo que ocurre es que ese análisis se vuelca sobre los saberes referenciales, dando por sentado que los currícula son un simple derivado de su evolución y/o de sus disputas de familia. Después de todo, y dejando de momento al margen algunas notables excepciones recientes, una buena parte de las historias de asignaturas consumadas en este país ha orbitado en torno a esa presuposición. Así acontece con las investigaciones que han venido amoldándose al canon consagrado por la clásica historia de la difusión de las ideas científicas o educativas: utilizando las regulaciones administrativas y los manuales como fuentes primordiales, se ha procurado detectar los ritmos de diseminación de los paradigmas académicos en secundaria (y en menor medida en primaria o Magisterio), amén de las influencias ideológicas y pedagógicas latentes en eso que Cuesta Fernández ha llamado los “textos visibles” de la instrucción. En tales casos se ha asumido implícitamente que las asignaturas y el conocimiento escolar son meros vehículos de algo externo a la escuela, ya sean unas determinadas corrientes científicas –aunque adolezcan de un mayor o menor desfase con respecto a las postuladas por las vanguardias universitarias–, ya sean ciertos idearios sociales, algunos claramente impugnables. Como si esa institución fuese un recipiente vacío, un espacio social inerte rellenado de tal guisa. Como si la lógica inherente de aquel vehículo careciese de repercusión alguna, cuando en realidad posee una función reguladora que es condición de la creación y recreación de la cultura en las aulas. Contemplarlo como simple portador (rezagado) de la ciencia o de unos valores supone en cierto sentido una cuasi-redundancia que nos deja en la superficie del currículum sin informar demasiado sobre su naturaleza, cuya especificidad es inseparable de los intrincados procesos de clasificación y control soterrados en esta instancia de socialización.
Las premisas básicas de la concepción del "currículum como práctica" invierten en cierto modo las inclinaciones anteriores. Reemplazan una noción de currículum localizada en las estructuras del conocimiento, separadas de los sujetos, por una ubicada en las vicisitudes del aula. Los fenómenos educativos, tales como las asignaturas o la distribución de las capacidades de los alumnos, no serían cosas externas dadas o atributos fijos sino  construcciones sociales situadas, es decir, el producto de las prácticas de los docentes y los discentes en el ámbito de las contingencias singulares que rodean sus interacciones y transacciones cotidianas, así como de las asunciones acerca de la enseñanza, el aprendizaje, los saberes valiosos, las diferencias individuales, los patrones de conducta arquetípicos, la autoridad y el orden, la resistencia o la trasgresión a la autoridad, la rentabilidad aceptable de los esfuerzos invertidos, las posibles consecuencias de ciertos actos, etc., incrustadas en ellas.
El currículum real no es un ente prefabricado, pasivamente impartido o recibido por los destinatarios en los escenarios de su aplicación. Por el contrario, es conformado por los propios protagonistas de tales escenarios a través de las actuaciones con que lo dotan de sentido. De esta guisa, el currículum deja de separarse de las diligencias mediante las cuales los maestros pergeñan actividades, trazan fronteras entre contenidos, identifican los logros de sus pupilos, clasifican a éstos o tratan de controlar la atmósfera de sus clases; ni tampoco de las variadas y variables actitudes y respuestas de los chicos. De hecho, lo que lo configura no son sólo las preocupaciones y acciones estrictamente "formativo cognitivas", sino también las estrategias de supervivencia-adaptación de unos y otros, determinadas por las circunstancias concurrentes y las exigencias del yo. En definitiva, la clave está en las respectivas culturas, creencias, experiencias, hábitos, normas y expectativas, entendidas con amplitud. Por la misma razón, el conocimiento ya no se ve como una suerte de propiedad privada que sus "descubridores" académicos distribuyen a los profesores para su redistribución en las aulas. El conocimiento sería lo conseguido en el trabajo entre docentes y alumnos.
Semejantes planteamientos comenzaron a ganar cierta audiencia desde finales de la década de 1960 y principios de los 70, a raíz de la “revuelta” de algunos núcleos universitarios contra el pensamiento dominante en sus departamentos y en los organismos encargados de las grandes reformas de aquellos años. Frente a la visión tácita del currículum como algo distanciado de la acción histórica de los individuos, y especialmente de profesores y alumnos, con la consiguiente relegación de estos al papel de correa de transmisión de lo ya ventilado en otros lares, un sector del movimiento reconceptualista norteamericano, de la nueva sociología de la educación británica y otros frentes similares buscaron inspiración en el interaccionismo simbólico, la fenomenología o la etnometodología para enfatizar el alma procesual, personal y social de la enseñanza y el aprendizaje. El desplazamiento supuso poner el foco en los esquemas de significado con los que la gente experimenta e interpreta el currículum, así como en los marcos prácticos de deliberación y toma de decisiones que lo perfilaban, no de acuerdo con principios y planes generales, sino con juicios circunstanciales privativos. Dado el interés por realzar la acción humana, se hizo especial hincapié en la contingencia de significados y situaciones, en su índole emergente y negociada. En resumen, la praxis de los docentes se reputaba crucial tanto para el mantenimiento como para la impugnación de hábitos y rutinas, confiándose en que un examen crítico de las asunciones enquistadas en ella pondría a los maestros en disposición de transformar las escuelas.
Esta visión del "currículum como práctica" ha tenido la virtud de cuestionar las concepciones más extendidas acerca de este artefacto cultural, además de restituir a profesores y estudiantes a la dignidad de sujetos activos del mismo. Su crítica de la noción del conocimiento como una "propiedad privada" académica que simplemente se derrama en los colegios e institutos tiene igualmente profundas implicaciones para las jerarquías escolares existentes y para la organización de la educación. Sin embargo, la potente, perspicaz y válida idea de que el currículum es construido socialmente se interpreta aquí de una manera en exceso simplificada. Con lo cual, al intentar refutar una mistificación se incurre en otra.
Al aceptar como presupuesto que la instrucción y el currículum se edifican sobre la base de las transacciones e interacciones de los habitantes del aula, quienes, a través de sus encuentros diarios, producirían las reglas, normas y hábitos que los rigen, su explicación tiende irremediablemente a concentrarse en las motivaciones subjetivas y en las conductas de estos agentes, a menudo en términos individualistas y autoindicativos. Se pasa por alto que los docentes y los discentes se constituyen como tales en escenarios atravesados por pautas institucionalizadas de comportamiento históricamente asentadas que, de manera ambivalente, habilitan su participación a la par que restringen el abanico de opciones. No es de extrañar (cfr. Giddens, 1995) que una porción de la sapiencia con que resuelven los avatares del día a día se alimente de convenciones colectivas aprehendidas tácitamente. Por añadidura, la equiparación estrecha de sus acciones con la intención de conducirse así torna complicado percatarse de algunas dinámicas sustanciales: aunque los humanos somos seres activos, entendidos e intencionales, las condiciones inadvertidas de nuestro obrar pueden enredarlo en una realimentación no deliberada ni voluntaria de patrones de estructuración implícitos. Por tanto, la mirada no puede circunscribirse a estas situaciones localizadas de co-presencia, como si el currículum fuese simplemente un producto de usanzas singulares. El currículum está lejos de ser únicamente eso. Una caracterización de este tenor no proporciona elementos para comprender la emergencia y la persistencia históricas de formas particulares de articularlo. Aquellos desempeños son, ciertamente, el medium a través del cual se recrea y se modifica el currículum, pero éste los precede, los sobrepasa y, en parte, es externo a ellos.
Por semejantes razones, esta visión resulta engañosa. Al emplazar las posibilidades de cambio curricular en un maestro cuasi-demiurgo, da a éste un sentido falso de su poder y autonomía, sin proporcionarle criterios para comprender los previsibles obstáculos de todo orden –intra y extraescolares– que se cernirán sobre ellos, excepto en términos de carencias personales. Esto es, se obvian, que diría Goodson (1995: 25), “las limitaciones existentes más allá del acontecimiento, la escuela, la clase y el participante”.
Se habrá constatado que a la vera de las críticas vertidas contra ambas presuposiciones se ha ido esbozando el contorno de una concepción alternativa, a la que podemos apellidar –a falta de una etiqueta más discriminante– “currículum como construcción sociohistórica”. Una concepción que comparte con la segunda el rechazo a la cosificación mistificadora del currículum, pero cuya lectura sociogenética desborda ampliamente los estrechos márgenes en que aquella se mueve, al extender su foco a las complejas relaciones (en absoluto unívocas ni mecánicas) entre el macro-nivel de la sociedad y los sistemas educativos, el meso-nivel de las asignaturas escolares y el micro-nivel de su desenvolvimiento en las aulas.
El primer gran impulso para dotarla de un sustrato teórico consistente surgió también dentro de las abigarradas filas del reconceptualismo norteamericano y la nueva sociología de la educación británica, merced a otros programas indagadores diferentes a los comentados. Quizá su denominador común fue la utilización de esquemas de la sociología del conocimiento para abrir la “caja negra” del currículum con vistas a explorar los vínculos entre su contenido y su forma de un lado, y las fracturas sociales de otro. A pesar de que el recientemente fallecido Basil Bernstein imprimió un sello original a su labor intelectual que le singularizó frente a ambos movimientos, la alocución con la que abrió su contribución al famoso Knowledge and Control editado por Michael Young en 1971 compendia a la perfección el espíritu de estos enfoques: "El modo en que una sociedad selecciona, clasifica, distribuye, transmite y evalúa el conocimiento educativo que se considera público, refleja tanto la distribución de poder como los principios del control social. Desde este punto de vista, las diferencias y el cambio en la organización, transmisión y evaluación del conocimiento educativo deberían ser un área importante de interés sociológico" (Bernstein, 1971: 47). Los estudios del mismo Bernstein sobre el modo en que esos principios de poder y control se insertan en lo que llamó códigos del conocimiento escolar a través de una gramática recontextualizadora que instila un genio peculiar a la cultura destinada a las aulas en el trance de separarla de sus fuentes originales y recolocarla en el seno de una institución especifica de socialización; los análisis paralelos de Young sobre la estratificación de los saberes “curricularizados”; o las pesquisas iniciales de Michael Apple en la otra orilla del Atlántico sobre su impregnación ideológica, sentaron algunas bases fundamentales para la comprensión del carácter sui géneris de las asignaturas frente a las disciplinas académicas que les prestan su nombre. Su estatuto no es el de mero subproducto. Poseen, por el contrario, sus propias reglas de gestación y transformación, traspasadas por todo un abanico de intereses y relaciones sociales, de las cuales emergen como convenciones culturales selectivas.
El enorme atractivo y repercusión de estos planteamientos pioneros no impidió que les lloviese un caudal de enmiendas digno de estima, sintomático del florecimiento de nuevas líneas de investigación –en plena vigencia– que han enriquecido, sin duda, esta noción del “currículum como construcción sociohistórica”, limando algunas de sus primitivas asperezas. Haciendo un apresurado y nada sistemático repaso, podemos recordar una temprana imputación relativa a la omisión de las problemáticas referidas al género y a la etnia en aquellos primeros análisis. Aunque uno de sus ejes era el acceso diferencial de las clientelas escolares al conocimiento, dicha segmentación se contempló preferentemente desde la óptica de la clase social. En respuesta a semejante elusión ha ido creciendo una frondosa rama de estudio preocupada por cubrir ese vacío. Desde posiciones postestructuralistas se han reprobado asimismo las lagunas teóricas de que adolecía la noción de “poder” en aquellos trabajos, a pesar de que explicaban las disposiciones y las luchas curriculares como efectos del mismo. En esta onda, una corriente de inspiración foucaultiana (Cherryholmes, Popkewitz, etc.) ha procurado tejer unas redes heurísticas más finas para captar las sutilidades de unos sistemas de gobernación que se despliegan a través de las rutinas institucionales y las prácticas discursivas que normalizan un estado de cosas, forjan identidades, modelan subjetividades y disciplinan a los individuos al regular el modo en que contemplan la sociedad, se auto-contemplan en ella, piensan y actúan. Unos sistemas de gobernación que penetran asimismo en el currículum, actuando de catalizadores de esa curiosa “alquimia” que transforma el saber historiográfico, geográfico... en asignatura escolar (cfr. Popkewitz, 2001).

El último y crucial aporte a esta empresa que queremos resaltar aquí procede precisamente de la historia social y cultural del currículum. Este área de investigación relativamente novedosa –sin menoscabo del mérito de sus pioneros– ha germinado en un humus fertilizado por varios sedimentos, entre ellos y notoriamente el de la propia sociología del conocimiento educativo, a la que sin embargo acusó de estatismo en su enfoque, debido al insuficiente miramiento “procesual” de los fenómenos curriculares que erigió como su objeto. La figura de Ivor Goodson ejemplifica bien la recepción de aquella herencia y su reorientación histórica. En multitud de publicaciones –véase una introducción a su obra en Luis Gómez (1997, 2001)– ha insistido en que no basta con postular que las ramificaciones de las estructuras de poder y control social se insertan en los criterios rectores de la selección y organización del contenido escolar. Es menester precisar cómo se ejercen dichas influencias y constricciones a lo largo del tiempo. Es menester explicar la evolución de los artificios mediante los cuales se ha designado y diferenciado a los/as alumnos/as. Es menester un modelo dinámico de las complejas relaciones entre escuela y sociedad que permita vislumbrar qué fuerzas colectivas coadyuvan en cada momento, y de qué manera, a la definición de la cultura legítima, amén de cómo reciben o refractan los centros dichas definiciones. Es menester indagar la génesis y desarrollo de las convenciones curriculares, a cuya cabeza desfilan destacadas las "asignaturas", como procesos que son de invención de tradiciones selectivas, creadas y recreadas con el transcurso de los años. Es menester trazar su estela sobre el trasfondo de los movimientos socio-económicos más generales, la lógica de funcionamiento del Estado y las batallas políticas coetáneas, pero comprendiendo la singular naturaleza de estas convenciones, que distan de ser un mero trasunto aséptico de las disciplinas académicas o un simple reflejo mecánico de las olas que surcan la sociedad: su condición social y políticamente construida no obsta para que posean una particular cadencia evolutiva que camina al compás de la conversión de algunos rasgos en ritual duradero y de la crisis y mutación de otros. Es menester advertir esta relativa autonomía constitutiva para entender el peso del pasado en los cambios y permanencias del currículum. Es menester, por cerrar la enumeración, determinar el papel de las profesiones en dichos enredos. Ocupándose de estos asuntos, la historia del currículum se pondría en disposición de proporcionar análisis sobre los procesos de estructuración que han cimentado el presente, además de sobre las causas de la pervivencia de lo "tradicional" y los frenos a la innovación.

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