El
currículum como hecho, como práctica y como construcción sociohistórica
Al igual que otras realidades, la que ahora nos
incumbe ha sido roturada a distintos niveles y con distintas trayectorias, que
no cabe homologar sin más porque a menudo responden a lógicas analíticas y
designios no equiparables. No obstante, en el corazón de todos ellos, así como
en las entrañas de los discursos y prácticas de los agentes relacionados
directa o indirectamente con el currículum, laten algunas presuposiciones básicas,
habitualmente no pronunciadas, acerca de su naturaleza y dinámica. Sacarlas
a la superficie y someterlas a crítica metódica es una labor indispensable,
pues de tales presuposiciones dependen no sólo el entendimiento de nuestro
objeto y, por ende, los focos preferentes de las investigaciones que lo
abordan, sino también las definiciones sociales del conocimiento escolar
“legítimo”, el modo en que los profesores ven su papel y el de sus pupilos, la
amplitud con que se erigen las didácticas específicas, el tipo de formación
predicado para los docentes o, por cerrar la lista, la manera en que se encara
la innovación.
A fin de proyectar alguna luz sobre tales
asunciones soterradas o latentes, en otro lugar nos hemos servido de una útil
clasificación de Young (1998). Este ilustre catedrático londinense las ha
tipificado en dos variantes (que denomina “currículum como hecho” y “currículum
como práctica”), a las cuales contrapone un acercamiento al currículum como
construcción sociohistórica. Sobre este esquema nos apoyaremos a continuación.
La presuposición subyacente más arraigada y
extendida con diferencia es la que se corresponde con la visión del “currículum como hecho”. Una
visión que presenta implícitamente el conocimiento a impartir en las escuelas
como una cosa dada y
configurada de antemano, externa a los sujetos, que ha de ser
transferida desde el profesor que la “posee” (tras haberla “recibido” durante
su capacitación laboral) al alumnado huérfano de ella, ya sea utilizando
estrategias memorísticas y exámenes o proyectos e indagaciones “activas”. El
aprendizaje consistiría, entonces, en una “iniciación” de los discentes en
formas de conocimiento consagradas e intrínsecamente preciadas, canalizada a través
de asignaturas que remiten a unos referentes
disciplinares (aun si se aboga por algún grado de integración entre varios). El
maestro/a actúa de oficiante por
delegación en el aula, y el
estudiante de persona que no sabe, al menos hasta que el docente certifique lo
contrario tras la superación de los oportunos ritos de paso. En suma, puesto
que las excelencias culturales habitan en disciplinas universitarias con una
estructura epistemológica objetiva, irreductible e idiosincrásica, de lo que se
trata es de introducir progresivamente a los pequeños profanos en sus misterios esenciales, con independencia
de que el énfasis recaiga en el plano sustantivo (lo más usual) o en el
sintáctico, con independencia de que se reclame una cuidada mediación didáctica
o se recele de tales “artificios”. Puesto que la misión de la escuela sería transmitir lo generado por otros en otras
esferas, reproduciendo de esta guisa unas divisiones y jerarquías académicas,
no sorprende que desde esta atalaya las asignaturas se hayan entendido
habitualmente como un proceso
iniciático disciplinar. Pero se pueden patrocinar (como así ha sucedido)
aproximaciones globalizadoras sin poner en cuestión esa reificación
gnoseológica que se imagina un depósito "dado" de saberes letrados,
disponible para ser asignaturizado en la escuela con la única exigencia de
adaptarlo a las edades y capacidades de los destinatarios.
Como el centro de atención suelen ser los
currícula en tanto que productos,
en lugar de su producción y
reproducción a través de las
intervenciones de distintos actores no reducibles a la voz de la ciencia (por
destacada que esta pueda ser), aquellos se ven de un modo muy mecanicista como
algo a entregar y sobre lo que evaluar, soslayando el carácter político de su
parto y de su funcionamiento, los contextos sociales que lo generan y en los
que se encarna, el rol de las profesiones o el papel activo de maestros y
alumnos (dentro del marco institucionalmente limitado de sus cometidos) en su
conformación y desarrollo. Por añadidura, la organización de los contenidos
sería poco menos que necesaria. Bien porque se juzgue la destilación
auto-evidente de una matriz disciplinar y/o de sus avances internos. Bien
porque se abrace alguna suerte de argumento "fin-de-la historia" que
oculta las acciones, procesos e intereses entreverados en su genealogía, e
iguala sus posibilidades futuras con la iteración de ese espíritu
trans-temporal.
Esta visión del “currículum como hecho” se halla
incrustada por doquier: abunda entre los hacedores de políticas educativas,
entre los gremios universitarios que constituyen la referencia de las
asignaturas escolares, en los medios de comunicación y en la opinión pública.
Retrata también el habitus profesional de muchos enseñantes, y
conserva gran fuerza dentro de las ciencias pedagógicas, de la mano de quienes
ven la solución a todos los quebrantos didácticos en la actualización
científica de los temarios y la modernización de los métodos de enseñanza en
sintonía con la teoría del aprendizaje en boga.
Pese a lo que pudiera parecer por lo dicho hace
un instante, esta presuposición no conlleva necesariamente rehuir el análisis
socio-histórico del conocimiento. Lo que ocurre es que ese análisis se vuelca
sobre los saberes referenciales, dando por sentado que los currícula son un
simple derivado de su evolución y/o de sus disputas de familia. Después de
todo, y dejando de momento al margen algunas notables excepciones recientes,
una buena parte de las historias de asignaturas consumadas en este país ha
orbitado en torno a esa presuposición. Así acontece con las investigaciones que
han venido amoldándose al canon consagrado por la clásica historia de la
difusión de las ideas científicas o educativas: utilizando las regulaciones
administrativas y los manuales como fuentes primordiales, se ha procurado
detectar los ritmos de diseminación de los paradigmas académicos en secundaria
(y en menor medida en primaria o Magisterio), amén de las influencias
ideológicas y pedagógicas latentes en eso que Cuesta Fernández ha llamado los “textos
visibles” de la instrucción. En tales casos se ha asumido implícitamente que
las asignaturas y el conocimiento escolar son meros vehículos de algo externo a
la escuela, ya sean unas determinadas corrientes científicas –aunque adolezcan
de un mayor o menor desfase con respecto a las postuladas por las vanguardias
universitarias–, ya sean ciertos idearios sociales, algunos claramente
impugnables. Como si esa institución fuese un recipiente vacío, un espacio
social inerte rellenado de tal guisa. Como si la lógica inherente de aquel
vehículo careciese de repercusión alguna, cuando en realidad posee una función
reguladora que es condición de la creación y recreación de la cultura en las
aulas. Contemplarlo como simple portador (rezagado) de la ciencia o de unos
valores supone en cierto sentido una cuasi-redundancia que nos deja en la
superficie del currículum sin informar demasiado sobre su naturaleza, cuya
especificidad es inseparable de los intrincados procesos de clasificación y
control soterrados en esta instancia de socialización.
Las premisas básicas de la concepción del "currículum como
práctica" invierten en
cierto modo las inclinaciones anteriores. Reemplazan una noción de currículum
localizada en las estructuras del conocimiento, separadas de los sujetos, por
una ubicada en las vicisitudes del aula. Los fenómenos educativos, tales como
las asignaturas o la distribución de las capacidades de los alumnos, no serían
cosas externas dadas o atributos fijos sino construcciones sociales situadas, es decir, el producto de las
prácticas de los docentes y los discentes en el ámbito de las contingencias
singulares que rodean sus interacciones y transacciones cotidianas, así como de
las asunciones acerca de la enseñanza, el aprendizaje, los saberes valiosos, las
diferencias individuales, los patrones de conducta arquetípicos, la autoridad y
el orden, la resistencia o la trasgresión a la autoridad, la rentabilidad
aceptable de los esfuerzos invertidos, las posibles consecuencias de ciertos
actos, etc., incrustadas en ellas.
El currículum
real no es un ente
prefabricado, pasivamente impartido o recibido por los destinatarios en los
escenarios de su aplicación. Por el contrario, es conformado por los propios
protagonistas de tales escenarios a través de las actuaciones con que lo dotan
de sentido. De esta guisa, el currículum deja de separarse de las diligencias
mediante las cuales los maestros pergeñan actividades, trazan fronteras entre
contenidos, identifican los logros de sus pupilos, clasifican a éstos o tratan
de controlar la atmósfera de sus clases; ni tampoco de las variadas y variables
actitudes y respuestas de los chicos. De hecho, lo que lo configura no son sólo
las preocupaciones y acciones estrictamente "formativo cognitivas",
sino también las estrategias de supervivencia-adaptación de unos y otros,
determinadas por las circunstancias concurrentes y las exigencias del yo. En definitiva, la clave
está en las respectivas culturas, creencias, experiencias, hábitos, normas y
expectativas, entendidas con amplitud. Por la misma razón, el conocimiento ya no se ve como una suerte de
propiedad privada que sus "descubridores" académicos distribuyen a
los profesores para su redistribución en las aulas. El conocimiento sería lo
conseguido en el trabajo entre docentes y alumnos.
Semejantes planteamientos comenzaron a ganar
cierta audiencia desde finales de la década de 1960 y principios de los 70, a
raíz de la “revuelta” de algunos núcleos universitarios contra el pensamiento
dominante en sus departamentos y en los organismos encargados de las grandes
reformas de aquellos años. Frente a la visión tácita del currículum como algo
distanciado de la acción histórica de los individuos, y especialmente de
profesores y alumnos, con la consiguiente relegación de estos al papel de correa
de transmisión de lo ya ventilado en otros lares, un sector del movimiento
reconceptualista norteamericano, de la nueva sociología de la educación
británica y otros frentes similares buscaron inspiración en el interaccionismo
simbólico, la fenomenología o la etnometodología para enfatizar el alma
procesual, personal y social de la enseñanza y el aprendizaje. El
desplazamiento supuso poner el foco en los esquemas de significado con los que
la gente experimenta e interpreta el currículum, así como en los marcos
prácticos de deliberación y toma de decisiones que lo perfilaban, no de acuerdo
con principios y planes generales, sino con juicios circunstanciales
privativos. Dado el interés por realzar la acción humana, se hizo especial
hincapié en la contingencia de significados y situaciones, en su índole
emergente y negociada. En resumen, la praxis de los docentes se reputaba
crucial tanto para el mantenimiento como para la impugnación de hábitos y
rutinas, confiándose en que un examen crítico de las asunciones enquistadas en
ella pondría a los maestros en disposición de transformar las escuelas.
Esta visión del "currículum como
práctica" ha tenido la virtud de cuestionar las concepciones más
extendidas acerca de este artefacto cultural, además de restituir a profesores
y estudiantes a la dignidad de sujetos activos del mismo. Su crítica de la
noción del conocimiento como una "propiedad privada" académica que
simplemente se derrama en los colegios e institutos tiene igualmente profundas
implicaciones para las jerarquías escolares existentes y para la organización
de la educación. Sin embargo, la potente, perspicaz y válida idea de que el
currículum es construido socialmente se interpreta aquí de una manera en exceso
simplificada. Con lo cual, al intentar refutar una mistificación se incurre en
otra.
Al aceptar como presupuesto que la instrucción y
el currículum se edifican sobre la base de las transacciones e interacciones de
los habitantes del aula, quienes, a través de sus encuentros diarios,
producirían las reglas, normas y hábitos que los rigen, su explicación tiende
irremediablemente a concentrarse en las motivaciones subjetivas y en las
conductas de estos agentes, a menudo en términos individualistas y
autoindicativos. Se pasa por alto que los docentes y los discentes se
constituyen como tales en escenarios atravesados por pautas institucionalizadas
de comportamiento históricamente asentadas que, de manera ambivalente,
habilitan su participación a la par que restringen el abanico de opciones. No
es de extrañar (cfr. Giddens, 1995) que una porción de la sapiencia con que
resuelven los avatares del día a día se alimente de convenciones colectivas aprehendidas tácitamente. Por
añadidura, la equiparación estrecha de sus acciones con la intención de conducirse así torna complicado
percatarse de algunas dinámicas sustanciales: aunque los humanos somos seres
activos, entendidos e intencionales, las condiciones inadvertidas de nuestro
obrar pueden enredarlo en una realimentación no deliberada ni voluntaria de
patrones de estructuración implícitos. Por tanto, la mirada no puede
circunscribirse a estas situaciones localizadas de co-presencia, como si el
currículum fuese simplemente un producto de usanzas singulares. El currículum
está lejos de ser únicamente eso. Una caracterización de este tenor
no proporciona elementos para comprender la emergencia y la persistencia
históricas de formas particulares de articularlo. Aquellos desempeños son,
ciertamente, el medium a través del cual se recrea y se
modifica el currículum, pero éste los precede, los sobrepasa y, en parte, es externo a ellos.
Por semejantes razones, esta visión resulta
engañosa. Al emplazar las posibilidades de cambio curricular en un maestro
cuasi-demiurgo, da a éste un sentido falso de su poder y autonomía, sin
proporcionarle criterios para comprender los previsibles obstáculos de todo
orden –intra y extraescolares– que se cernirán sobre ellos, excepto en términos
de carencias personales. Esto es, se obvian, que diría Goodson (1995: 25), “las
limitaciones existentes más allá del acontecimiento, la escuela, la clase y el
participante”.
Se habrá constatado que a la vera de las
críticas vertidas contra ambas presuposiciones se ha ido esbozando el contorno
de una concepción alternativa, a la que podemos apellidar –a falta de una
etiqueta más discriminante– “currículum como construcción sociohistórica”. Una
concepción que comparte con la segunda el rechazo a la cosificación
mistificadora del currículum, pero cuya lectura sociogenética desborda
ampliamente los estrechos márgenes en que aquella se mueve, al extender su foco
a las complejas relaciones (en absoluto unívocas ni mecánicas) entre el
macro-nivel de la sociedad y los sistemas educativos, el meso-nivel de las
asignaturas escolares y el micro-nivel de su desenvolvimiento en las aulas.
El primer gran impulso para dotarla de un sustrato
teórico consistente surgió también dentro de las abigarradas filas del
reconceptualismo norteamericano y la nueva sociología de la educación
británica, merced a otros programas indagadores diferentes a los comentados.
Quizá su denominador común fue la utilización de esquemas de la sociología del
conocimiento para abrir la “caja negra” del currículum con vistas a explorar
los vínculos entre su contenido y su forma de un lado, y las fracturas sociales
de otro. A pesar de que el recientemente fallecido Basil Bernstein imprimió un
sello original a su labor intelectual que le singularizó frente a ambos
movimientos, la alocución con la que abrió su contribución al famoso Knowledge and Control editado por Michael Young en 1971
compendia a la perfección el espíritu de estos enfoques: "El modo en que
una sociedad selecciona, clasifica, distribuye, transmite y evalúa el
conocimiento educativo que se considera público, refleja tanto la distribución
de poder como los principios del control social. Desde este punto de vista, las
diferencias y el cambio en la organización, transmisión y evaluación del
conocimiento educativo deberían ser un área importante de interés
sociológico" (Bernstein, 1971: 47). Los estudios del mismo Bernstein sobre
el modo en que esos principios de poder y control se insertan en lo que llamó códigos del conocimiento escolar a través de una gramática recontextualizadora que instila un genio peculiar a la
cultura destinada a las aulas en el trance de separarla de sus fuentes
originales y recolocarla en el seno de una institución especifica de
socialización; los análisis paralelos de Young sobre la estratificación de los saberes “curricularizados”; o
las pesquisas iniciales de Michael Apple en la otra orilla del Atlántico sobre
su impregnación ideológica, sentaron algunas bases fundamentales para la
comprensión del carácter sui géneris de las asignaturas frente a las
disciplinas académicas que les prestan su nombre. Su estatuto no es el de mero
subproducto. Poseen, por el contrario, sus propias reglas de gestación y
transformación, traspasadas por todo un abanico de intereses y relaciones
sociales, de las cuales emergen como convenciones
culturales selectivas.
El enorme atractivo y repercusión de estos
planteamientos pioneros no impidió que les lloviese un caudal de enmiendas
digno de estima, sintomático del florecimiento de nuevas líneas de
investigación –en plena vigencia– que han enriquecido, sin duda, esta noción
del “currículum como construcción sociohistórica”, limando algunas de sus
primitivas asperezas. Haciendo un apresurado y nada sistemático repaso, podemos
recordar una temprana imputación relativa a la omisión de las problemáticas
referidas al género y a la etnia en aquellos primeros análisis. Aunque uno de
sus ejes era el acceso diferencial de las clientelas escolares al conocimiento,
dicha segmentación se contempló preferentemente desde la óptica de la clase
social. En respuesta a semejante elusión ha ido creciendo una frondosa rama de
estudio preocupada por cubrir ese vacío. Desde posiciones postestructuralistas
se han reprobado asimismo las lagunas teóricas de que adolecía la noción de
“poder” en aquellos trabajos, a pesar de que explicaban las disposiciones y las
luchas curriculares como efectos del mismo. En esta onda, una corriente de
inspiración foucaultiana (Cherryholmes, Popkewitz, etc.) ha procurado tejer
unas redes heurísticas más finas para captar las sutilidades de unos sistemas
de gobernación que se despliegan a través de las rutinas institucionales y las
prácticas discursivas que normalizan un estado de cosas, forjan identidades,
modelan subjetividades y disciplinan a los individuos al regular el modo en que
contemplan la sociedad, se auto-contemplan en ella, piensan y actúan. Unos
sistemas de gobernación que penetran asimismo en el currículum, actuando de
catalizadores de esa curiosa “alquimia” que transforma el saber
historiográfico, geográfico... en asignatura escolar (cfr. Popkewitz, 2001).
El último y crucial aporte a esta empresa que
queremos resaltar aquí procede precisamente de la historia social y cultural del
currículum. Este área de investigación relativamente novedosa –sin
menoscabo del mérito de sus pioneros– ha germinado en un humus fertilizado por
varios sedimentos, entre ellos y notoriamente el de la propia sociología del
conocimiento educativo, a la que sin embargo acusó de estatismo en su enfoque,
debido al insuficiente miramiento “procesual” de los fenómenos curriculares que
erigió como su objeto. La figura de Ivor Goodson ejemplifica bien la recepción
de aquella herencia y su reorientación histórica. En multitud de publicaciones
–véase una introducción a su obra en Luis Gómez (1997, 2001)– ha insistido en
que no basta con postular que las ramificaciones de las estructuras de poder y
control social se insertan en los criterios rectores de la selección y
organización del contenido escolar. Es menester precisar cómo se ejercen dichas
influencias y constricciones a lo largo del tiempo. Es menester explicar la
evolución de los artificios mediante los cuales se ha designado y diferenciado
a los/as alumnos/as. Es menester un modelo dinámico de las complejas relaciones
entre escuela y sociedad que permita vislumbrar qué fuerzas colectivas
coadyuvan en cada momento, y de qué manera, a la definición de la cultura
legítima, amén de cómo reciben o refractan los centros dichas definiciones. Es
menester indagar la génesis y desarrollo de las convenciones curriculares, a
cuya cabeza desfilan destacadas las "asignaturas", como procesos que
son de invención de tradiciones selectivas, creadas y recreadas con el
transcurso de los años. Es menester trazar su estela sobre el trasfondo de los
movimientos socio-económicos más generales, la lógica de funcionamiento del
Estado y las batallas políticas coetáneas, pero comprendiendo la singular
naturaleza de estas convenciones, que distan de ser un mero trasunto aséptico
de las disciplinas académicas o un simple reflejo mecánico de las olas que
surcan la sociedad: su condición social y políticamente construida no obsta
para que posean una particular cadencia evolutiva que camina al compás de la
conversión de algunos rasgos en ritual duradero y de la crisis y mutación de
otros. Es menester advertir esta relativa autonomía constitutiva para entender
el peso del pasado en los cambios y permanencias del currículum. Es menester,
por cerrar la enumeración, determinar el papel de las profesiones en dichos
enredos. Ocupándose de estos asuntos, la historia del currículum se pondría en
disposición de proporcionar análisis sobre los procesos de estructuración que
han cimentado el presente, además de sobre las causas de la pervivencia de lo
"tradicional" y los frenos a la innovación.
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